lunes, 4 de marzo de 2013

De mujeres y Revolución

Ante la cercanía del Día de la Mujer, comparto este cuento que forma parte del libro VILLA, ZAPATA Y LOS OTROS,publicado por mí en coautoría con Rubén G. Oropeza.

UNAS LINDAS FLORECITAS


Una tarde fresca de octubre de 1873, en Guanaceví nació una niña a la que pusieron por
nombre Raymunda. Era la segunda hija habida en el matrimonio Dorantes; su hermana
mayor le llevaba poco más de doce años de edad.

          Su padre, hombre que había hecho un mediano capital realizando actividades
relacionadas con la minería, era estricto en cuanto a la observancia de los valores de la
sociedad porfiriana. Su madre, por supuesto, parecía resignada a ser obediente y sumisa.
Quizá por eso ella prefería la compañía de su nana Malkuyú, tepehuana que conocía muchos detalles de la vida de los animales y las propiedades de las plantas.

          Desde que Raymunda era pequeña, Malkuyú le había explicado que estar sano
significa tener fuerza para vivir y para trabajar, y que se está sano cuando se tienen dentro
del cuerpo todas las almas; es decir, cuando se es íntegro. Su padre, por su parte, se había preocupado porque recibiera una educación esmerada. Y ella se había aficionado a los libros apenas pudo leer de corrido, al grado de que llegó el momento, en su adolescencia, en que
su padre le prohibió leer determinadas obras pues, decía, “no eran propias para una señorita decente”. De cualquier manera, ella se las ingeniaba para forzar la puerta de la biblioteca y leer a su antojo cada vez que don Raymundo hacía uno de sus frecuentes viajes. Siempre estuvo en contra de lo que, cuando tenía como diez años, escuchó leer a su padre a la hora de la cena,
en tono solemne, en un periódico de Guadalajara que había llevado a casa:

          Las señoras y señoritas de la capital muy activas, asaz varoniles que pronuncian
discursos, componen piezas musicales y abrazan y besan en público... esos arranques viriles
del sexo débil, francamente no nos gustan; saquen ustedes a la mujer de su natural esfera de acción, sepárenla de la tarea de pegar botones, de confeccionar un guiso ó de enseñarles
una oración a los chicos... y lo habrán echado todo a perder… La mujer a sus labores: eso
de decir discursos y encabezar motines, se queda para nosotros que llevamos pantalones.
No hay que confundir los sexos.

          Por supuesto nunca discutió el tema con sus progenitores, pues sabía que ello le acarrearía un castigo. Y, aunque una de sus almas —como diría la nana— anhelaba otra cosa, hubo de conformarse con seguir la suerte que la tradición marcaba: su hermana mayor se casó, se
fue a vivir a la capital de Jalisco y se llenó de hijos; ella, al ser la menor, debería quedarse
 “para ser el sostén y consuelo de la vejez de sus padres”.

          Al cabo de los años, fue quedando sola: su padre murió del hígado y su madre, quizá
de puro desamor y tristeza; una noche de invierno la vieja nana Malkuyú se quedó dormidita, como un pájaro, para no despertar más. Y su hermana estaba lejos. No tanto por la distancia física, sino porque, a partir de que se repartió la herencia, se hizo sorda y muda  a cualquier comunicación con ella.

          A Raymunda, en realidad, eso no le afectaba. De hecho, sentíase mucho más sola
cuando sus padres vivían. A la que sí extrañaba era a su nana. Pero la recordaba cada vez
que iba al campo a recoger hierbas y veía volar los gavilanes, cuando cuidaba el jardín,
cuando los chichimocos que vivían en el gran árbol que sombreaba una parte de éste, se asomaban a recoger las semillas que les dejaba y hacían ruiditos como si la saludaran.

          Su herencia había sido poca: la casa, que finalmente representaba más gastos que ganancia, y unos miles de pesos que pronto se acabaron. La mayor parte de la fortuna quedó en manos de su hermana pues, como había señalado su padre en el testamento, ella tenía
muchos hijos y necesitaba un respaldo económico.

          Por fortuna, a sus cuarenta años, que cumplió a principios de 1913, Raymunda era una mujer sana, fuerte, bella. Sabía hacer muchas cosas, de cuya venta se sostenía: aguas de lavanda, rosas y hamamelis; licores, sobre todo unos aromáticos y deliciosos de arrayán,
nuez, madreselva o pétalos de rosa;  mermeladas y confites; pociones contra la tos y el cólico menstrual; cremas de almendra, lociones para la piel y contra los piojos; linimentos, tónicos
para el cabello. En lo que había sido el potrero de su casa, tenía montado un laboratorio que hubiese envidiado el mejor boticario. Aunque vendía sus productos muy baratos, las mujeres
de los comerciantes, los oficinistas y los mineros los compraban en cantidad suficiente para
que ella viviera con desahogo.

          A veces, cuando la silueta de los cerros de Ocotes y Flechas se dibujaba contra el cielo crepuscular, la melancolía se apoderaba de ella. No porque fuese una “quedada”, como sabía que las viejas chismosas murmuraban en la población; después de ver cómo trataba su tiránico
padre a su madre, ninguna gana le quedó de casarse. Más bien, su tristeza era porque
hubiera querido una vida más activa. Mujer que gustaba de mantenerse al tanto de las
noticias, cuando leía acerca del movimiento revolucionario se soñaba como una guerrillera realizando hazañas, participando en batallas, combatiendo al mal gobierno. Por las hablillas
se enteraba de las tropelías que cometían tanto federales como rebeldes; su espíritu
justiciero la hacía indignarse.

          Sabía, por ejemplo, de los derroches y borracheras de los caudillos, de cómo jugaban
a los albures monedas de oro; que allí en Guanaceví, el general Tomás Urbina, mujeriego
como la mayoría de los jefes rebeldes, se había casado dos veces. Sin embargo, disculpaba
tales conductas: eran parte de una guerra. Y en todas las guerras, según había leído, se
cometen excesos, hay hambre, saqueos y abusos. Además, había que combatir a las fuerzas de la tiranía, la patria merecía mejor destino. Quedó consternada cuando se enteró de los sucesos de la Decena Trágica en la Ciudad de México, ella que pensaba que con el señor Madero las
cosas volverían a estar en paz…

          Supo asimismo de cómo, en septiembre, se habían reunido en La Loma importantes generales para formar la División del Norte, en la cual ella puso sus esperanzas, que eran las mismas de muchos mexicanos. Y recreaba en su mente cómo habrían sido las batallas en las que participaron sus paisanos, los generales Arroyo y Escárcega.

          Un día, a mediados de marzo de 1914, llegaron a la población los federales. Huertistas, para más señas. Eran un centenar, entraron pacíficamente. Su comandante, el coronel
Rodríguez, habló con las autoridades; sólo querían descansar unos días, remudar caballos, abastecerse. Iban de camino pues su destino era Bermejillo, donde pasarían a engrosar la guarnición, ya que se preparaba una importante batalla.

          Luego que el presidente municipal conversara al respecto con los notables de la
población, los militares quedaron repartidos entre los dos hotelitos y diferentes casas. Una
de ellas fue la de Raymunda, donde se hospedaron el coronel Rodríguez y treinta de ellos. Permanecieron allí por espacio de diez días, en los cuales se deleitaron con los guisos y confituras que ella preparaba.

          Por supuesto, a partir de tal circunstancia no faltaron hablillas malintencionadas en la población. Algunas mujeres, sobre todo las malcasadas, que nunca habían dejado de sentir
recelo por aquella guapa quedada, no perdían oportunidad de comentar en el mercado o en
el atrio de la iglesia que la que presumía de señorita decente ahora era soldadera de más de veinte, y que quién sabe qué tanto harían esos hombres con ella. Raymunda estaba
consciente de ello, pues no faltó quien comedidamente le informara. Pero le importaba un
 bledo: de todos modos, desde que había quedado huérfana las viejas ociosas hablaban
mal de ella.

          —Nos ha atendido usted tan bien, chulita —le dijo una noche, después de la cena, el coronel—, que bien quisiéramos quedarnos aquí toda la vida. Pero el deber nos llama,
hemos de proseguir camino. Mañana saldremos. Sólo quería agradecerle cómo nos ha
procurado.

          —Pero… ¿cómo se van a ir así nada más, coronel? —le respondió Raymunda, toda amabilidad—. Permítame usted organizar un buen almuerzo para despedirlos, ya que pocos soldados se portan tan decentes como lo han hecho sus hombres. Convóquelos temprano,
que yo me las arreglaré. ¿Le parece bien a las doce del día?

          —Señorita… ya hemos dado demasiadas molestias…

          —Insisto, coronel. Ustedes son unos valientes y merecen ser tratados de la mejor
manera. Entonces, ¿quedamos para mediodía?

          Rodríguez asintió. En el fondo, le complacía que tan fina dama se estuviera
esmerando por halagarlo. Preguntó a Raymunda si requería alguna ayuda; ella le dijo que bastaría con que, a las seis de la mañana, le prestara algunos hombres para que la ayudaran
a conseguir prestadas mesas, sillas, manteles y vajilla para cien personas; también
necesitaría que encargaran tortillas y que, en su momento, le ayudaran a servir.

          —Que le digan a los vecinos que las cosas son para mí, coronel. Estoy segura de que
no se las negarán —afirmó—. Luego deseó las buenas noches al militar, indicándole que ella
iría a la cocina para comenzar los preparativos.

          El coronel Rodríguez y sus hombres fueron cayendo en los brazos de Morfeo deleitosamente, aspirando el aroma del champurrado y de los chiles asados que llevaría la cazuela de carne seca que degustarían al día siguiente.

          Raymunda, ilusionada por el convite, no durmió en toda la noche. Incluso se dio tiempo para adornar cien botellas de licor, de diferentes sabores, con coquetos moños, para
obsequiarlas a los federales: los más exquisitos, de flores y nueces, para los jefes; los de
frutas —durazno, arrayán, membrillo y guayaba— para la tropa. A las cinco de la mañana,
 luego de haber descansado media hora, se bañó de prisa, secó y peinó sus largos cabellos,
se perfumó con loción de violetas, se puso su mejor vestido, que protegió con un delantal blanquísimo adornado con tira bordada, y regresó a la cocina para esperar a los soldados y
darles instrucciones.

          Faltaba un cuarto para las doce, y ya todo estaba dispuesto: mesas improvisadas con tablones y burros, cubiertas con manteles de diversos colores; jarras de vidrio y barro llenas
 de aguamiel, agua fresca, pulque y champurrado; jarritos, tazas y vasos variopintos;
tompiates con tortillas calientitas envueltas en todo tipo de servilletas, así como abundante
queso añejo colocado en fuentes de cerámica; eso sí, sólo habría cubiertos para los oficiales. En la cocina, varias pilas de platos para ir sirviendo y las coquetas botellas de licores, alineadas sobre un trinchador.

          Haciendo gala de sus dotes de organización y apoyada por los cuatro soldados que le habían destinado,  la eficiente mujer pronto había servido a todos y fue a sentarse a la mesa
 del coronel para compartir el almuerzo. Una vez que terminaron pidió el uso de la palabra,
que Rodríguez le otorgó complacido mientras hurgaba sus dientes con un palillo.

          —La señorita Raymunda quiere decirnos algo, guarden silencio —dijo, mientras
golpeaba con un cuchillo un vaso, para llamar la atención.

          Ella dijo un breve discurso, expresando que había estado muy complacida de poder atenderlos y honrada de que habían aceptado su almuerzo de despedida. Agregó que, como
un presente, deseaba que aceptaran unas botellas de licor confeccionado por ella misma,
para que no se les resecara la garganta en el camino por aquellos áridos lares, lo cual le
ganó prolongados aplausos y vivas. Volvió a la cocina y, ayudada por el propio coronel y los
soldados que se le habían asignado, repartió los licores.

          Una vez que cada soldado guardó en su mochila su respectiva botella, junto a la cantimplora llena de agua del pozo, el coronel los instruyó para que fuesen a devolver los muebles, mantelería y demás enseres que les habían prestado, hecho lo cual deberían
aprestarse para la marcha. En cuanto a los cien platos, más los jarros, tazas y vasos que se quedaron en la cocina, Raymunda le indicó que más tarde los lavaría y ella personalmente
los devolvería a sus dueños, cosa que haría desde la placita para que cada quien pasase a identificar lo suyo.

          —Hubiera usted sido muy buen militar, señorita —le dijo, besando su mano, el coronel Rodríguez—. Para ella esa frase fue el mejor piropo que había escuchado en toda su vida.

          Los huertistas llevaban unas tres horas de marcha, cuando comenzaron a sentir
cansancio y sed. Las botellas de licor fueron rápidamente agotadas, el agua la beberían
después; iban quedando sembradas por el camino pues, al terminar su contenido,
simplemente las arrojaban a donde cayeran.

          Una hora más de trayecto, y algunos soldados comenzaron a tener extrañas visiones.
Uno de ellos gritó que estaba viendo a la Virgen del Hachazo, con su carita cortada. Otro desmontó y se arrodilló persignándose, pues había visto al mismísimo Señor de Mapimí.
Hubo quien vio a Hernán Cortés a caballo y hasta a Huitzilopochtli con su negra máscara, o
al diablo bailoteando una polka.

          El coronel Rodríguez atribuyó aquello a los efectos de los ardientes rayos solares que
caían sobre ellos a plomo. Él mismo había tenido la extraña percepción de que los cerros que se veían a lo lejos parecían moverse cual gigantescos lagartos, así que optó por ordenar a su
tropa que tomara un descanso.

          Sin embargo, las alucinaciones menudeaban cada vez más. Algunos de sus hombres comenzaron a atacarse unos a los otros, mientras los demás, presas del pánico y de terribles retortijones, lanzaban tales alaridos que la mayor parte de los caballos salieron huyendo a
todo galope. Rodríguez, al igual que otros oficiales, experimentó incontenibles arcadas que
no cesaron aun cuando ya no tenían qué vomitar. El olor a diarrea invadió el improvisado campamento. Finalmente, entre convulsiones, aquel centenar de federales sucumbió.

          Una semana después, llegaron a Guanaceví unos arrieros que solían transportar plata
y otros metales de y hasta las estaciones del ferrocarril. Lo que contaron en la cantina pronto
se difundió por toda la población:

          En las cercanías de Indé habían encontrado muchos muertos. Sus cadáveres, medio comidos por los coyotes y las auras, estaban resecos por el sol y el viento. Según lo que
vestían, eran federales. Había unos cuantos con botas, algunos con zapatos, la mayoría con huaraches de cuero de vaca. Lo que más llamaba la atención eran las posiciones en que
habían quedado, parecía que habían fallecido retorciéndose. Dijeron que también, ya más
cerca de Guanaceví, vieron tiradas por el camino bastantes botellas; seguro aquellos militares
se habían puesto una papalina tan fuerte que, combinada con la insolación, los mató.

          La tarde en que cundió aquella noticia, Raymunda había ido a tomar café con algunas
de sus amigas. La dueña de la cafetería, haciendo grandes aspavientos y santiguándose, las enteró del suceso. Ella reaccionó horrorizada, igual que las mujeres que la acompañaban. Pretextando que aquella cosa tan terrible le había causado malestar, y como no tenía ganas
de seguir escuchando especulaciones y chismorreos, se disculpó y se retiró rápidamente a
su casa.

          Al llegar, apenas abrió el zaguán aspiró hondo, disfrutando el aroma de las violetas, jazmines, madreselvas, galanes de noche y rosales, que parecía acentuarse cuando el Sol
iba bajando;  recorrió el jardín con pasos tranquilos, acarició el tronco del sabino donde vivían
los chichimocos, tomó un ramito de madreselvas y, olfateándolas con deleite, fue a su
laboratorio. De uno de los cajones de madera que se alineaban sobre rústicas estanterías
extrajo un saquito de tela, que contenía unos frutos pequeños, secos, de color encarnado, lo inspeccionó y sonrió. Luego, de la estantería de los extractos, sacó un frasco sin etiqueta que estaba lleno hasta la cuarta parte con un líquido entre pardo y rojizo, muy transparente.
Lo abrió, olfateó el contenido y volvió a colocarlo en el estante, mientras murmuraba
complacida:

          —Qué razón tenías, nana Malkuyú. Las plantas que nos ha regalado Diosito, lo mismo
son vida que pueden dar muerte, nomás hay que saber cómo usarlas. Mis lindas florecitas me ayudaron a ganar yo solita una batalla para la causa de la insurrección... ¡y sin haber
disparado una sola bala!

F I N

El 29 de septiembre de 1913, en la hacienda de La Loma se reunieron los generales Francisco Villa, Tomás Urbina, Calixto Contreras, Eugenio Aguirre Benavides, Toribio Ortega, Juan N. Medina, Maclovio Herrera, Benjamín Yuriar, Juan E. García,
José Rodríguez, Blas Flores y Manuel Medina para aliar sus fuerzas en la  coalición que sería conocida como la División del Norte, de la cual Villa quedó como jefe.

  
El fragmento periodístico que se cita corresponde a un artículo de El correo de las señoras, titulado “Las mujeres que no cosen” reproducido en el periódico El Clarín de Guadalajara, en el año1883.

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sábado, 27 de octubre de 2012

Comentarios para VILLA, ZAPATA Y LOS OTROS


Comenta el profesor Esteban Dosamantes (llegó a mi correo personal) sobre VILLA, ZAPATA Y LOS OTROS: "Al leer estos relatos, hemos de dejar a un lado nuestro escepticismo académico y dejarnos envolver por el placer que produce la lectura de tan imaginativos textos. Es de agradecer, de todas formas, que hayan incluido información histórica al final de cada relato. Logran conectar, a través de la literatura, con el interés por nuestra historia"...

miércoles, 17 de octubre de 2012

DOS BUENAS LECTURAS



30 cuentos de la Revolución. Portada del artista plástico Carlos F. Sáenz.

25 cuentos de terror y suspenso con humor negro. Portada de Gloria Fuentes.
 
 
Los invito a visitar el sitio de librerías Gandhi; ahí encontrarán, en las novedades, los títulos de Villa, Zapata y los otros, 30 cuentos de la Revolución Mexicana, y Malos pensamientos, 25 cuentos breves de suspenso, terror y humor negro, que se hallan a la venta en las sucursales Coapa, Mauricio Achar, Polanco, Lomas, Madero, Satélite y Bellas Artes. Recuerden que también pueden hacer su compra electrónica y que de $ 500 en adelante, el envío es gratis para la República Mexicana. Más directo, chequen este link:
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¡Ahora los dos títulos están a precio de promoción!

domingo, 30 de septiembre de 2012

Para que compren su ejemplar

A quienes han preguntado sobre lugares donde pueden comprar el libro Villa, Zapata y los Otros (30 cuentos de la Revolución), les informo que, por ahora, se encuentra en Librería Bodet (Jaime Torres Bodet número 15, Santa María la Ribera, cerca del eje Alzate); también está en El Armario Abierto (calle Pachuca, en la Colonia Condesa) y en el centro cultural y restaurante Alebrijes, en el centro de Xochimilco. Las tres librerías tienen sus páginas en Facebook para que chequen la ubicación.

domingo, 19 de agosto de 2012

DANIEL MANRIQUE, HOMENAJE EN CLAVERÍA

Domingo 19 de agosto de 2012.- Desde el mediodía, reunión de homenaje al maestro Daniel Manrique (uno de los fundadores del movimiento cultural Tepito Arte Acá), en la colonia Clavería. Anfritriona Marisol Gutiérrez, pintora, escritora y pionera de la promoción cultural en Atzcapotzalco, quien tuvo a su cargo informar a los asistentes sobre la vida y obra del homenajeado. Labor ardua la suya en aquellos rumbos, donde desde hace años, los funcionarios públicos delegacionales ignoran a la cultura popular. Nomás se acercan a ella los políticos cuando andan en campaña, ya saben...
Lo triste: el que autoridades de poca... sensibilidad artística hayan borrado su mural Renacimiento y humanismo, del cual quedan testimonios fotográficos, que estuvo en la Glorieta de Clavería. Ya bastante enfermo, el maestro Manrique, con su mochila llena de implementos de trabajo y botes de pintura, se dio a la tarea de restaurarlo él solo, sin ayudantes. Tres meses después, en 2001, lo cubrieron para borrarlo, así nomás porque sí, sin pedirle su parecer a la comunidad.
Lo edificante: que se hayan reunido escritores, artistas, músicos y vecinos de la colonia para recordar anécdotas de su vida y hablar de su obra. Y que se vayan a realizar más homenajes entre lo que queda de agosto y septiembre.
Manrique vivió algunos años de su infancia en Clavería, donde él y su hermana pasaban temporadas con "la tía Ricarda" (o sea, adinerada) que habitaba en dicha colonia, para escapar un poco al hambre que padecieron.
La divisa del Arte Acá, surgido en la década de 1970, fue el humanismo. Es el arte del barrio, acá, donde está la banda; donde la cultura y el arte se salen a las calles para ser compartidos por todos los ñeros, lejos del glamour de lo cultural convertido en espectáculo farandulero y pretexto para el lucimiento de políticos.
El maestro Francisco Ramírez Arias, otro de los luchadores por la cultura en Atzcapotzalco, nos ilustró sobre la ideología y contenido del Arte Acá. Mencionó entre otros a Armando Ramírez, el de Chin Chin el Teporocho, así como a seguidores de esta tendencia como Rafael Ramírez Heredia, autor de El rayo Macoy.
Existen murales de Daniel Manrique en varias vecindades de Tepito (barrio desde hace rato en riesgo de extinción a causa de que ciertos voraces le tienen echado el ojo), en instalaciones del Instituto Politécnico Nacional, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, así como en Argentina, Canadá y Estados Unidos.
Participaron también en el homenje de Clavería Raymundo Colín Axolotl, con rolas de corte urbano y compartiendo vivencias que tuvo con el maestro Manrique, así como cosas que él le dijo en las diferentes entrevistas que le hizo; él está ahora trabajando en catalogar su obra, pues tambien pintó bastante de caballete. Y algo poco conocido: Daniel Manrique también escribió mucho. Colaboró en "El gallo ilustrado", suplemento cultural del desaparecido periódico El Día.
El Trío Exilio, que en esta ocasión fue de dos integrantes (Cecilia Medina, ingeniosa compañera escritora, dijo que entonces era un tridúo), Rosa Estela Gómez en la voz y Luis Alberto Olvera en la guitarra, nos llenó de nostalgia con canciones de Violeta Parra, además de Jacinto Cenobio, una sentida versión de La Llorona y Todo cambia. Palomazo a cargo de Cecilia González.
También anduvo por allí Raúl R. Olguín, quien publica el periódico literario 2tres-bachita cultural, en cuyo número 7 viene un artículo de Temo Pérez, titulado "Daniel Manrique es de a devis", además de poesía y un reportaje sobre la asociación de pachucos y rumberas de Tepis.
Los pasados días 10, 11 y 12 de agosto, los homenajes a Manrique fueron en el antro cultural "La coyotera", en Ciudad Netzahualcóyotl. El homenaje central se llevará a cabo el próximo 22 de agosto, en el centro cultural "Ernesto Gómez Cruz" de Tlatelolco (entre Flores Magón y el Eje 2). Del 29 de este mes al 2 de septiembre, se estará representando en el centro de artes y oficios "La escuelita Emiliano Zapata" su obra teatral Pulque para dos. El 7 de septiembre, en la galería "Nahui Ollin", se inaugurará una exposición con parte de su obra de caballete; habrá mesa redonda.
La foto que ilustra esta nota es de María Meléndez Parada. Allí se ven los murales de Daniel Manrique en el centro cultural que fundó en la calle de Zarco, en la colonia Guerrero. Se publicó en el periódico La Jornada el 23 de agosto de 2010, un día después de su desaparición fisica. Allí en ese recinto fue donde lo velaron.
Y como decía el maestro Manrique: "Si todos jalamos parejo, la vida sería más chida".



lunes, 13 de agosto de 2012

Granos de granada

Mi buen amigo Luis C. Morán me ha enseñado un secreto culinario que gustosa comparto con ustedes: para desgranar una granada fácilmente, se corta por la mitad y se le dan golpecitos por todas partes (del lado de la cáscara). Los granos se desprenden. Háganlo dentro de un recipiente más o menos hondo, con algo de agua, para que no salten. La granada es muy sabrosa y un excelente antioxidante natural.

POESÍA ERÓTICA EN ECATEPEC

¡Todo un éxito resultó el encuentro de poesía erótica el día 12 de agosto! Fuimos 19 participantes poetas y un compositor. Se llevó a cabo en el Centro Cultural y Recreativo Ecatepec, a partir de las 13 horas de ese domingo en el que hasta Tláloc, deseoso de escuchar lira cachonda, nos perdonó la lluvia.
Participamos en este encuentro, por orden de aparición: Pedro Aguayo Chuk, María Antonieta Córdoba, Francisco Enríquez Muñoz, David Bernardo Estopier, esta bloggera, Blanca Iveth Gómez Arteaga, Israel González, Marisol Gutiérrez, Vanessa Guadalupe Gutiérrez, Leticia Herrera Álvarez, Claudia Adriana Hurtado Ochoterena, Segio Jacobo "el poeta irreverente", Rosa Estela López Gómez, Noemí Luna García, Cecilia Medina Gutiérrez, Sandra Mendoza Morales, Luis Alberto Olvera, Alberto Ramírez y Luisa Ríos.
Desde poetas muy duchos en el género, dramaturgos, autores ganadores de galardones internacionales, hasta debutantes en ese tipo de encuentros, todos dimos a los otros y disfrutamos de lo que nos dieron.
Las instalaciones del Centro Cultural y Recreativo Ecatepec son amplias, armoniosas y limpias, muy bien vigiladas y accesibles (estén cerca del Metro Ecatepec), y su personal atento y amable. El auditorio está muy bien diseñado.
La música estuvo a cargo de Antonio Moreno y Rosa Estela Gómez; Toño dio a conocer una bella canción con el tema del beso en su primera participación. Leticia Herrera Álvarez, en su participación, cantó un poema a capella.
Y luego, un rico refrigerio en el que, como fruta, nos dieron granadas, fruto símbolo de la unidad.
Así, unidos por nuestra creatividad y expresión, tuvimos una bella tarde de convivencia en la que las invitadas de honor fueron las musas.
Muchas gracias a Luis Alberto Olvera y a todos quienes, de una manera u otra, contribuyeron a la organización de este evento. ¡Que las rojas granadas sean augurio de fructificación!
Danza de conceptos poéticos y eróticos... como la de la danzarina del mural de la Villa Misterri en Pompeya...