UNAS
LINDAS FLORECITAS
Una
tarde fresca de octubre de 1873, en Guanaceví nació una niña a la que pusieron
por
nombre Raymunda. Era la segunda hija habida en el matrimonio Dorantes; su
hermana
mayor le llevaba poco más de doce años de edad.
Su
padre, hombre que había hecho un mediano capital realizando actividades
relacionadas con la minería, era estricto en cuanto a la observancia de los
valores de la
sociedad porfiriana. Su madre, por supuesto, parecía resignada a
ser obediente y sumisa.
Quizá por eso ella prefería la compañía de su nana
Malkuyú, tepehuana que conocía muchos detalles de la vida de los animales y las
propiedades de las plantas.
Desde
que Raymunda era pequeña, Malkuyú le había explicado que estar sano
significa tener fuerza para vivir y para
trabajar, y que se está sano cuando se tienen dentro
del cuerpo todas las
almas; es decir, cuando se es íntegro. Su padre, por su parte, se había
preocupado porque recibiera una educación esmerada. Y ella se había aficionado
a los libros apenas pudo leer de corrido, al grado de que llegó el momento, en
su adolescencia, en que
su padre le prohibió leer determinadas obras pues,
decía, “no eran propias para una señorita decente”. De cualquier manera, ella
se las ingeniaba para forzar la puerta de la biblioteca y leer a su antojo cada
vez que don Raymundo hacía uno de sus frecuentes viajes. Siempre estuvo en
contra de lo que, cuando tenía como diez años, escuchó leer a su padre a la
hora de la cena,
en tono solemne, en un periódico de Guadalajara que había
llevado a casa:
Las señoras y señoritas de la capital muy activas, asaz
varoniles que pronuncian
discursos, componen piezas musicales y abrazan y besan
en público... esos arranques viriles
del sexo débil, francamente no nos gustan;
saquen ustedes a la mujer de su natural esfera de acción, sepárenla de la tarea
de pegar botones, de confeccionar un guiso ó de enseñarles
una oración a los
chicos... y lo habrán echado todo a perder… La mujer a sus labores: eso
de
decir discursos y encabezar motines, se queda para nosotros que llevamos
pantalones.
No hay que confundir los sexos.
Por
supuesto nunca discutió el tema con sus progenitores, pues sabía que ello le
acarrearía un castigo. Y, aunque una de sus almas —como diría la nana— anhelaba
otra cosa, hubo de conformarse con seguir la suerte que la tradición marcaba:
su hermana mayor se casó, se
fue a vivir a la capital de Jalisco y se llenó de
hijos; ella, al ser la menor, debería quedarse
“para ser el sostén y consuelo
de la vejez de sus padres”.
Al
cabo de los años, fue quedando sola: su padre murió del hígado y su madre,
quizá
de puro desamor y tristeza; una noche de invierno la vieja nana Malkuyú
se quedó dormidita, como un pájaro, para no despertar más. Y su hermana estaba
lejos. No tanto por la distancia física, sino porque, a partir de que se
repartió la herencia, se hizo sorda y muda
a cualquier comunicación con ella.
A
Raymunda, en realidad, eso no le afectaba. De hecho, sentíase mucho más sola
cuando sus padres vivían. A la que sí extrañaba era a su nana. Pero la
recordaba cada vez
que iba al campo a recoger hierbas y veía volar los
gavilanes, cuando cuidaba el jardín,
cuando los chichimocos que vivían en el
gran árbol que sombreaba una parte de éste, se asomaban a recoger las semillas
que les dejaba y hacían ruiditos como si la saludaran.
Su
herencia había sido poca: la casa, que finalmente representaba más gastos que
ganancia, y unos miles de pesos que pronto se acabaron. La mayor parte de la
fortuna quedó en manos de su hermana pues, como había señalado su padre en el
testamento, ella tenía
muchos hijos y necesitaba un respaldo económico.
Por
fortuna, a sus cuarenta años, que cumplió a principios de 1913, Raymunda era
una mujer sana, fuerte, bella. Sabía hacer muchas cosas, de cuya venta se
sostenía: aguas de lavanda, rosas y hamamelis; licores, sobre todo unos aromáticos
y deliciosos de arrayán,
nuez, madreselva o pétalos de rosa; mermeladas y confites; pociones contra la tos
y el cólico menstrual; cremas de almendra, lociones para la piel y contra los
piojos; linimentos, tónicos
para el cabello. En lo que había sido el potrero de
su casa, tenía montado un laboratorio que hubiese envidiado el mejor boticario.
Aunque vendía sus productos muy baratos, las mujeres
de los comerciantes, los oficinistas
y los mineros los compraban en cantidad suficiente para
que ella viviera con
desahogo.
A
veces, cuando la silueta de los cerros de Ocotes y Flechas se dibujaba contra
el cielo crepuscular, la melancolía se apoderaba de ella. No porque fuese una
“quedada”, como sabía que las viejas chismosas murmuraban en la población;
después de ver cómo trataba su tiránico
padre a su madre, ninguna gana le quedó
de casarse. Más bien, su tristeza era porque
hubiera querido una vida más
activa. Mujer que gustaba de mantenerse al tanto de las
noticias, cuando leía
acerca del movimiento revolucionario se soñaba como una guerrillera realizando
hazañas, participando en batallas, combatiendo al mal gobierno. Por las
hablillas
se enteraba de las tropelías que cometían tanto federales como
rebeldes; su espíritu
justiciero la hacía indignarse.
Sabía,
por ejemplo, de los derroches y borracheras de los caudillos, de cómo jugaban
a
los albures monedas de oro; que allí en Guanaceví, el general Tomás Urbina,
mujeriego
como la mayoría de los jefes rebeldes, se había casado dos veces. Sin
embargo, disculpaba
tales conductas: eran parte de una guerra. Y en todas las
guerras, según había leído, se
cometen excesos, hay hambre, saqueos y abusos.
Además, había que combatir a las fuerzas de la tiranía, la patria merecía mejor
destino. Quedó consternada cuando se enteró de los sucesos de la Decena Trágica
en la Ciudad de México, ella que pensaba que con el señor Madero las
cosas
volverían a estar en paz…
Supo
asimismo de cómo, en septiembre, se habían reunido en La Loma importantes
generales para formar la División del Norte, en la cual ella puso sus
esperanzas, que eran las mismas de muchos mexicanos. Y recreaba en su mente
cómo habrían sido las batallas en las que participaron sus paisanos, los
generales Arroyo y Escárcega.
Un
día, a mediados de marzo de 1914, llegaron a la población los federales.
Huertistas, para más señas. Eran un centenar, entraron pacíficamente. Su
comandante, el coronel
Rodríguez, habló con las autoridades; sólo querían
descansar unos días, remudar caballos, abastecerse. Iban de camino pues su
destino era Bermejillo, donde pasarían a engrosar la guarnición, ya que se
preparaba una importante batalla.
Luego
que el presidente municipal conversara al respecto con los notables de la
población, los militares quedaron repartidos entre los dos hotelitos y
diferentes casas. Una
de ellas fue la de Raymunda, donde se hospedaron el
coronel Rodríguez y treinta de ellos. Permanecieron allí por espacio de diez
días, en los cuales se deleitaron con los guisos y confituras que ella
preparaba.
Por
supuesto, a partir de tal circunstancia no faltaron hablillas malintencionadas
en la población. Algunas mujeres, sobre todo las malcasadas, que nunca habían
dejado de sentir
recelo por aquella guapa quedada, no perdían oportunidad de
comentar en el mercado o en
el atrio de la iglesia que la que presumía de
señorita decente ahora era soldadera de más de veinte, y que quién sabe qué
tanto harían esos hombres con ella. Raymunda estaba
consciente de ello, pues no
faltó quien comedidamente le informara. Pero le importaba un
bledo: de todos
modos, desde que había quedado huérfana las viejas ociosas hablaban
mal de
ella.
—Nos
ha atendido usted tan bien, chulita —le dijo una noche, después de la cena, el
coronel—, que bien quisiéramos quedarnos aquí toda la vida. Pero el deber nos
llama,
hemos de proseguir camino. Mañana saldremos. Sólo quería agradecerle
cómo nos ha
procurado.
—Pero…
¿cómo se van a ir así nada más, coronel? —le respondió Raymunda, toda
amabilidad—. Permítame usted organizar un buen almuerzo para despedirlos, ya
que pocos soldados se portan tan decentes como lo han hecho sus hombres.
Convóquelos temprano,
que yo me las arreglaré. ¿Le parece bien a las doce del
día?
—Señorita…
ya hemos dado demasiadas molestias…
—Insisto,
coronel. Ustedes son unos valientes y merecen ser tratados de la mejor
manera.
Entonces, ¿quedamos para mediodía?
Rodríguez
asintió. En el fondo, le complacía que tan fina dama se estuviera
esmerando por
halagarlo. Preguntó a Raymunda si requería alguna ayuda; ella le dijo que
bastaría con que, a las seis de la mañana, le prestara algunos hombres para que
la ayudaran
a conseguir prestadas mesas, sillas, manteles y vajilla para cien
personas; también
necesitaría que encargaran tortillas y que, en su momento, le
ayudaran a servir.
—Que
le digan a los vecinos que las cosas son para mí, coronel. Estoy segura de que
no se las negarán —afirmó—. Luego deseó las buenas noches al militar,
indicándole que ella
iría a la cocina para comenzar los preparativos.
El
coronel Rodríguez y sus hombres fueron cayendo en los brazos de Morfeo
deleitosamente, aspirando el aroma del champurrado y de los chiles asados que
llevaría la cazuela de carne seca que degustarían al día siguiente.
Raymunda,
ilusionada por el convite, no durmió en toda la noche. Incluso se dio tiempo
para adornar cien botellas de licor, de diferentes sabores, con coquetos moños,
para
obsequiarlas a los federales: los más exquisitos, de flores y nueces, para
los jefes; los de
frutas —durazno, arrayán, membrillo y guayaba— para la tropa.
A las cinco de la mañana,
luego de haber descansado media hora, se bañó de
prisa, secó y peinó sus largos cabellos,
se perfumó con loción de violetas, se
puso su mejor vestido, que protegió con un delantal blanquísimo adornado con
tira bordada, y regresó a la cocina para esperar a los soldados y
darles
instrucciones.
Faltaba
un cuarto para las doce, y ya todo estaba dispuesto: mesas improvisadas con
tablones y burros, cubiertas con manteles de diversos colores; jarras de vidrio
y barro llenas
de aguamiel, agua fresca, pulque y champurrado; jarritos, tazas
y vasos variopintos;
tompiates con tortillas calientitas envueltas en todo tipo
de servilletas, así como abundante
queso añejo colocado en fuentes de cerámica;
eso sí, sólo habría cubiertos para los oficiales. En la cocina, varias pilas de
platos para ir sirviendo y las coquetas botellas de licores, alineadas sobre un
trinchador.
Haciendo
gala de sus dotes de organización y apoyada por los cuatro soldados que le
habían destinado, la eficiente mujer
pronto había servido a todos y fue a sentarse a la mesa
del coronel para
compartir el almuerzo. Una vez que terminaron pidió el uso de la palabra,
que
Rodríguez le otorgó complacido mientras hurgaba sus dientes con un palillo.
—La
señorita Raymunda quiere decirnos algo, guarden silencio —dijo, mientras
golpeaba con un cuchillo un vaso, para llamar la atención.
Ella
dijo un breve discurso, expresando que había estado muy complacida de poder
atenderlos y honrada de que habían aceptado su almuerzo de despedida. Agregó
que, como
un presente, deseaba que aceptaran unas botellas de licor
confeccionado por ella misma,
para que no se les resecara la garganta en el
camino por aquellos áridos lares, lo cual le
ganó prolongados aplausos y vivas.
Volvió a la cocina y, ayudada por el propio coronel y los
soldados que se le
habían asignado, repartió los licores.
Una
vez que cada soldado guardó en su mochila su respectiva botella, junto a la
cantimplora llena de agua del pozo, el coronel los instruyó para que fuesen a
devolver los muebles, mantelería y demás enseres que les habían prestado, hecho
lo cual deberían
aprestarse para la marcha. En cuanto a los cien platos, más
los jarros, tazas y vasos que se quedaron en la cocina, Raymunda le indicó que
más tarde los lavaría y ella personalmente
los devolvería a sus dueños, cosa
que haría desde la placita para que cada quien pasase a identificar lo suyo.
—Hubiera
usted sido muy buen militar, señorita —le dijo, besando su mano, el coronel
Rodríguez—. Para ella esa frase fue el mejor piropo que había escuchado en toda
su vida.
Los
huertistas llevaban unas tres horas de marcha, cuando comenzaron a sentir
cansancio y sed. Las botellas de licor fueron rápidamente agotadas, el agua la
beberían
después; iban quedando sembradas por el camino pues, al terminar su
contenido,
simplemente las arrojaban a donde cayeran.
Una
hora más de trayecto, y algunos soldados comenzaron a tener extrañas visiones.
Uno de ellos gritó que estaba viendo a la Virgen del Hachazo, con su carita
cortada. Otro desmontó y se arrodilló persignándose, pues había visto al
mismísimo Señor de Mapimí.
Hubo quien vio a Hernán Cortés a caballo y hasta a
Huitzilopochtli con su negra máscara, o
al diablo bailoteando una polka.
El
coronel Rodríguez atribuyó aquello a los efectos de los ardientes rayos solares
que
caían sobre ellos a plomo. Él mismo había tenido la extraña percepción de
que los cerros que se veían a lo lejos parecían moverse cual gigantescos
lagartos, así que optó por ordenar a su
tropa que tomara un descanso.
Sin
embargo, las alucinaciones menudeaban cada vez más. Algunos de sus hombres
comenzaron a atacarse unos a los otros, mientras los demás, presas del pánico y
de terribles retortijones, lanzaban tales alaridos que la mayor parte de los
caballos salieron huyendo a
todo galope. Rodríguez, al igual
que otros oficiales, experimentó incontenibles arcadas que
no cesaron aun
cuando ya no tenían qué vomitar. El olor a diarrea invadió el improvisado
campamento. Finalmente, entre convulsiones, aquel centenar de federales
sucumbió.
Una
semana después, llegaron a Guanaceví unos arrieros que solían transportar plata
y otros metales de y hasta las estaciones del ferrocarril. Lo que contaron en
la cantina pronto
se difundió por toda la población:
En
las cercanías de Indé habían encontrado muchos muertos. Sus cadáveres, medio
comidos por los coyotes y las auras, estaban resecos por el sol y el viento.
Según lo que
vestían, eran federales. Había unos cuantos con botas, algunos con
zapatos, la mayoría con huaraches de cuero de vaca. Lo que más llamaba la
atención eran las posiciones en que
habían quedado, parecía que habían fallecido
retorciéndose. Dijeron que también, ya más
cerca de Guanaceví, vieron tiradas
por el camino bastantes botellas; seguro aquellos militares
se habían puesto
una papalina tan fuerte que, combinada con la insolación, los mató.
La
tarde en que cundió aquella noticia, Raymunda había ido a tomar café con
algunas
de sus amigas. La dueña de la cafetería, haciendo grandes aspavientos y
santiguándose, las enteró del suceso. Ella reaccionó horrorizada, igual que las
mujeres que la acompañaban. Pretextando que aquella cosa tan terrible le había
causado malestar, y como no tenía ganas
de seguir escuchando especulaciones y
chismorreos, se disculpó y se retiró rápidamente a
su casa.
Al
llegar, apenas abrió el zaguán aspiró hondo, disfrutando el aroma de las
violetas, jazmines, madreselvas, galanes de noche y rosales, que parecía
acentuarse cuando el Sol
iba bajando;
recorrió el jardín con pasos tranquilos, acarició el tronco del sabino
donde vivían
los chichimocos, tomó un ramito de madreselvas y, olfateándolas
con deleite, fue a su
laboratorio. De uno de los cajones de madera que se
alineaban sobre rústicas estanterías
extrajo un saquito de tela, que contenía
unos frutos pequeños, secos, de color encarnado, lo inspeccionó y sonrió.
Luego, de la estantería de los extractos, sacó un frasco sin etiqueta que
estaba lleno hasta la cuarta parte con un líquido entre pardo y rojizo, muy
transparente.
Lo abrió, olfateó el contenido y volvió a colocarlo en el
estante, mientras murmuraba
complacida:
—Qué
razón tenías, nana Malkuyú. Las plantas que nos ha regalado Diosito, lo mismo
son vida que pueden dar muerte, nomás hay que saber cómo usarlas. Mis lindas
florecitas me ayudaron a ganar yo solita una batalla para la causa de la
insurrección... ¡y sin haber
disparado una sola bala!
F I N
El 29 de
septiembre de 1913, en la hacienda de La Loma se reunieron los generales
Francisco Villa, Tomás Urbina, Calixto Contreras, Eugenio Aguirre Benavides,
Toribio Ortega, Juan N. Medina, Maclovio Herrera, Benjamín Yuriar, Juan E.
García,
José Rodríguez, Blas Flores y Manuel Medina para aliar sus fuerzas en
la coalición que sería conocida como la
División del Norte, de la cual Villa quedó como jefe.
El fragmento periodístico que se cita
corresponde a un artículo de El correo
de las señoras, titulado “Las mujeres
que no cosen” reproducido en el periódico El
Clarín de Guadalajara, en el año1883.
-o0O0o-